La que parecía ser una confianza inquebrantable de los estadounidenses en sus sistemas electorales, a los que percibían como intachablemente justos, está tambaleándose. Ahora los votantes norteamericanos han probado lo que otros países, como los vecinos de Rusia, llaman el mundo real.
Hasta ahora, Estados Unidos se enorgullecía de sus elecciones y transiciones pacíficas de poder como ejemplos de su vigor democrático. En otras naciones, los resultados de las votaciones implicaban una dosis de sospecha, indirecta a veces, fuerte en otras: papeletas amañadas, condiciones desequilibradas de juego y las grandes potencias inmiscuyéndose a menudo en los procesos políticos soberanos de naciones más pequeñas.
Rusia, recién acusada por la CIA de haber ayudado a Donald Trump en las elecciones presidenciales del mes pasado en Estados Unidos, no es ajena a las acusaciones de interferencia en las elecciones de otros países. Tampoco Estados Unidos.
Más allá de si resultan ser ciertos los señalamientos de una interferencia rusa, ya están perjudicando la legitimidad del proceso democrático de Estados Unidos.
Cuando muchos ciudadanos desconfían de su gobierno, de los medios de comunicación y de otras instituciones de la vida en Estados Unidos, reaccionan consternados por las dudas sobre la libertad y la imparcialidad de las elecciones.
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